viernes, 31 de marzo de 2017

Críticas en screener: Ghost in the Shell


Ghost in the Shell. El alma de la máquina:

   Situémonos, que la cosa tiene miga… Imaginémonos que estamos en un Japón del futuro, pero por lo menos en el 2015, ¿eh? Una pasada… ¿Cómo? ¿Qué estamos… en el año qué…?
   Sí, bueno, ejem… Pues nada, que decía que Japón, en el futuro pero de lejos, como cincuenta años a partir de hoy, o así. Mitoto Agusanagi, también conocida como ‘La buenorra’ pero en japonés, que siempre queda todo dicho de forma más resonante, es una agente especial cyborg, vamos, que se ha puesto un buen par de implantes de silicona explosiva, pero robótica, que eso en el futuro lo va a petar. Que su ideal es Afrodita A, y así está la chavala. De modo que, gracias a sus méritos, lidera el grupo de trabajo de un cacho de élite llamado Sección de lencería 9.


   El objetivo de esta unidad de operaciones es luchar contra el ciberterrorismo de calzoncillos y braguitas; los que en el Japón del futuro se llamarán crímenes tecnológicos de la ropa interior. Con un cuerpo robótico y bragas de aleación de neutrinos y esparto, Agusanagi ha reemplazado la totalidad de su cerebro, y no se depila, lo que le permite ser capaz de realizar hazañas sobrehumanas, como completar el Sudoku en modo difícil, o trepar por las fachadas de los edificios usando el modo velcro (excepto por los de cristal, que eso en la primera escena se ve que lo intenta y casi la palma, que no lo hace porque la película acaba de empezar, que si no fijo que se deja los dientes virtuales en el suelo). Todo ello mientras evita las conversaciones babosas de los tíos alrededor suyo, que la saliva es líquida al fin y al cabo, y eso corroe los circuitos cosa mala.


   Entrenada para detener a los criminales más peligrosos, aunque tengan perro, Mitoto se enfrentará a un fanático 'hacker', que es además ‘runner’, ‘youtuber’, ‘influencer’ y un poco ‘monguer’… Cuyo único objetivo es acabar con los avances de Chanclas Robotic en la tecnología cibernética de tangas. 



   Pronto la cosa se va de madre, porque a ver quién se resiste a que la chavala salga con un minúsculo tanga lanzando silicona explosiva por los pezones. Desde luego, yo no.


viernes, 24 de marzo de 2017

Críticas en screener: El bar


El bar:

   Lunes. Ocho de la mañana. Gran ciudad. Un bar. A ver, lo raro es que no pasara nada, coño, ¡a quién se le ocurre hacer una película con estas premisas…! Bueno, en fin, yo todo profesionalidad, que para eso me pagan y no por opinar. ¡Pero es que hay que ser gilipollas, coño, que…!
   ¡CLOC!
   Ejem, ejem… A lo que íbamos, hagan ustedes como que no han visto nada antes de estas líneas… Estamos a una hora temprana un lunes cualquiera en un bar de Madrid. La máquina de café de Marcelino Sieteviejas echa humo (literal y figuradamente) mientras los pocos clientes con la capacidad motora más avanzada que un protozoo se afanan por parecer seres humanos y no replicantes venidos a menos. Y para eso nada como el café de Marcelino, que lo de su apellido no es tal, que en realidad se apellida Rodríguez López, sino que se le conoce así porque hay ciertas edades a las que tomar ciertas sustancias de buena mañana viene a ser como intentar operar a corazón abierto después de la despedida de soltero de tu mejor amigo, un peligro.
   Salustiana es una señora ya con bisnietos, que no se ha podido jubilar porque a alguien, casualmente, seguro que con la mejor intención del mundo, se le pasó inscribir su nombre en el registro de la Seguridad Social, y ahora resulta que a sus setenta y nueve años, lleva cotizados menos días para cobrar la jubilación que polvos echaría Paquirrín en un país con sentido del gusto. Así que allí que está la buena mujer, sin darse cuenta del día ni de la hora en que vive, rumiando sus penas y cagándose en un buen puñado de ancestros de diversa gente, con una buena taza de café cargado, cuando se siente indispuesta. Pensando que es mejor que le dé un poco el aire, porque se va a pasar diez o doce horas en un sótano sin ventanas con menos aire que los pulmones de David el Gnomo, paga su consumición y sale por la puerta del bar, momento en el que cae al suelo víctima de un jamacuco carnavalesco, que parece que la señora se cae siguiendo el son del chirrido de la puerta mientras se cierra, como si bailara por soleares. Pero es que además resulta que le han pegado un tiro.



   La película se convierte entonces en una serie de escenas dramáticas de poesía abstracta, con la puerta del bar intentando cerrarse y golpeando sistemáticamente el tobillo de Salustiana como si fuese un poyete de finca de pueblo, los demás parroquianos llevándose las manos a la cabeza (bueno, todos menos uno, que se dedica a señalar a Marcelino y gritar a los cuatro vientos: ¡Ochoviejas! ¡Marcelino Ochoviejas!); un charquito rojo que se va extendiendo por las aceras, pero que en una crítica descarnada al gobierno de la ciudad no se distingue entre la suciedad que cubre las baldosas (o a lo mejor es que son de color mierda, ¡yo qué sé!), y el pobre Marcelino, al que le cae una lagrimilla pero no por la situación, sino porque realmente le conmovió el anuncio de la lotería de hace dos navidades.

   Y bueno, sí, que resulta que a la vieja le pegaron un tiro porque la UE nos ha invadido el país porque con tanto corrupto dentro al final no íbamos a pagar lo que nos habían prestado para los pobrecitos banqueros hasta aproximadamente el año 3415, por lo que les salía más barato exterminarnos a todos y repartirse las propiedades. Vamos, que los de dentro del bar sobrevivieron a la vieja unos ocho segundos de reloj, de modo que la película dura hora y media porque se grabó a cámara lenta, que si no…


viernes, 17 de marzo de 2017

Críticas en screener: La Bella y la Bestia


La bella y la bestia:

   Fonti-Bella Chinchesverdes es una chiquilla de las de su generación, que bebe agua y poco más no sea que antes de que se le suavicen los granitos del acné le llame de usted una lorza que dé al traste con sus sueños de enchufarse a un maromo que la haga bailar la conga sin apoyar las piernas en el suelo.


   Vive sola con su padre, Críspulo Chinchesverdes, un autónomo que hizo la FP II de Mecánica del Automóvil unos doscientos años antes de que se inventaran los vehículos, por lo que no tiene trabajo, y ha de sobrevivir inventando artilugios de los de vender en las ferias medievales de los pueblos, en los que lo más medieval que hay a la venta es un queso que huele fuerte. Vamos, que entre eso y que su mujer se fue con el Anselmo (que el maldito tuvo la fortuna de hacerse la FP de Darle Fuerte al Fuelle para alimentar los hornos y ahora está forrado porque tiene dos empleos, en la herrería y en el horno de pan), el hombre tiene fama de estar menos cuerdo que un rey de los de las últimas generaciones de los cuentos, que como quedaban pocos se casaban entre ellos y claro, así les iba. Un día, Críspulo se interna en el bosque porque necesita unas setas especiales para que hagan de combustible para su último invento, que es básicamente un taburete a motor, y cuando se quiere dar cuenta se ha metido en el patio del castillo maldito, y la Bestia maldita que habita en él se cabrea porque le ha pisado los geranios malditos y le mete en una jaula maldita.
    Al cabo de una semana, Fonti-Bella se preocupa, porque se le está terminando la leña y no va ella a cortar más, no sea que se le estropeen las manos con alguna rozadura, y los mozos no quieran darle lo suyo y lo de las feas del pueblo todo junto, así que se va al bosque a seguir su rastro, que ha oído que hay unas setas muy apetecibles en los alrededores malditos de un encantado castillo (sí, y maldito también, coño, es que eso ya lo he dicho antes) y conociendo a su padre la cosa pinta chunga. Así que allí que aparece Fonti-Bella, cruzando el maldito umbral para encontrarse con la maldita Bestia, que la ve y se le dan la vuelta los cuernos, y le propone que se quede a compartir con él las maldiciones a cambio de dejar a su padre en los malditos límites del maldito terreno de su propiedad con una cesta llena de setas.


   Vamos, un maldito buen trato para todas las partes. Durante su maldita estancia, Fonti-Bella conocerá a una serie de peculiares personajes (malditos, mucho, que son teteras y candelabros que hablan, no digo más) que la harán dudar de su cordura, preguntándose si la Bestia no la estará echando Burundanga en la bebida para hacerla una bandera de Japón o algo. Pero parece que no, porque por las mañanas ella se palpa en la ducha y parece que todo tiene el tamaño que tiene que tener, por lo que la chica se convence que la Bestia al final de puro maldita se habrá vuelto buena, y como ya está harta de la maldita espera a que se le meta de noche bajo la manta a calentarle los lóbulos de las orejas, se lanza a por él y le come los morros haciendo rotondas, porque hasta que el maldito hechizo se rompe aquel bicho tiene un pedazo de cara que podría vivir un año una familia alimentándose de torreznos.



   Luego te cuentan que la cosa venía de una bruja, que también quería que el principito la llevara de viaje a los alrededores de Cuenca y él como que le daba grima, por lo que le entregó una rosa maldita, y la cosa se había puesto de película de Almodovar. Pero la cosa acaba bien, nada maldito ni nada. Bueno, Críspulo sí, porque se mata con el prototipo de taburete, y a Font-Bella la abandona el príncipe para inscribirse de pareja de hecho con el Anselmo y con su madre, pero eso ya no lo cuentan porque si no ni cuento, ni película, ni nada. Pero oye, yo lo cuento que total, a mí no me pagan y soy imparcial… ¡Un momento! ¿A mí no me pagan? ¡¡MALDICIÓN!!

viernes, 10 de marzo de 2017

Críticas en screener: Kong, la isla Calavera


Kong, la isla Calavera:

   Durante un crucero de placer, en el que el Teniente Coronel Capitán General Jaimito Corcovillas intenta conquistar el corazón de la reportera Edelmira Calambres, el Capitán de navío Gumersindo Paquete avisa del avistamiento de una isla que no aparece en los mapas de navegación, pero que estar ahí, está, porque huele a tres millas de distancia como los sobacos de una tonadillera. Pero como la Calambres es de nariz prieta y no tiene buen olfato, decide que para facilitar la conquista le apetece almorzar en aquel territorio, a ver si ya de paso tiene algo de suerte y pega el braguetazo y le ponen su nombre a la isla, que eso siempre da caché y te pueden sacar en el Hola si te montas un chalecito entre las palmeras.


   Pero al adentrarse en los terrenos que hay más allá de la playa de guijarros negros, con los dos hombres a punto de marearse (que los salva tener la nariz cuarda de espantos de cuando hicieron la mili en Valdebotija y dormían cuarenta y cinco pares de bombas fétidas en un mismo barracón), descubren que el terrenito ya tiene habitantes. Sin ellos saberlo, le están pisando las petunias del jardín al mítico Katakling Kojong, el gorila gigante con la misma mala leche que Risto Mejide cuando le hacen sentar en una silla porque no hay sofá.


   La cosa no tiene buena pinta, porque además del primo negro de Zumosol de Copito de Nieve, resulta que la isla es una especie de singularidad espacio-temporal que si la ve Stephen Hawking se hace pis encima del gustazo, y por allí pululan un montón de bichos que si los pilla James Cámeron lo de Avatar iba a ser una película de Los Pitufos. Y claro, como a los bichos las mozas les son entrañables pero los hombres les parecen un postre de los de restaurantes con estrella Michelín, pues se monta la de Dios es Cristo con todos corriendo de acá para allá, salvo la Calambres, que se encariña con el monete y se lo lleva para presentarle a sus padres.
   Porque dinero no tendrá, ni le pondrá la isla a su nombre, pero es que con la tontería la Calambres va a tener que pedir que hagan una extensión al Whatsapp, porque ríete tú de las fotos del negro ese, y claro, ella es todo felicidad.

   A los otros no, a los otros se los comen.


viernes, 3 de marzo de 2017

Críticas en screener: Logan


Logan:

   Lobezno se hace viejo. Bueno, a medias, porque el esqueleto es como el de un T-1000 Premium, y ver la carne humana descomponerse alrededor va a dar más risa que cuando aparece el mismo muerto por decimonovena vez en Walking Dead. Pero vamos, que lo que es el de las garras, envejecer, envejece. Y de una mala baba que parece que le han servido garrafón en vez de Jack Daniels del añejo antes de las doce de la noche. Porque el ser humano en su conjunto es gilipollas, y en lugar de ver lo bueno de los mutantes, se han cepillado a todos menos a él y a su mentor, así, atajando de raíz no sea que alguno salga malo y nos joda la ensalada. Vamos, que no les han puesto en la lista de animales en peligro de extinción, porque total ya para qué, si no quedan más que ellos y no pueden reproducirse…


   Así que nada, ahí que está Logan, malviviendo de ejercer de jardinero privado, como Eduardo Manostijeras, para sacarse unos cuartos intentando que la gente no se entere que sigue vivo. Y además el animalico ha de cuidar del mentalista de la silla de ruedas, que oye, antes al menos la movía con la mente, pero es que ahora es todo el rato “Logan, llévame al baño”, “Lobezno, mira a ese camarero que no me trae la sopa calentita”, y así todos los días a todas horas, con lo que el problema con la ira del protagonista le tiene a puntito de hacer “¡PUM!” como los tubos esos de confeti, que es gracias a que esquilma los parterres haciendo jardinería que no estalla, porque si no, no quedaba humano vivo que se le cruzase que no llevase firma de cortes de garras en las orejas.

   Así que así están las cosas, que a veces según la secuencia parece que Logan se va a ir con la silla de ruedas para el andén del metro y a tomar por saco todo, cuando de pronto aparece la pequeña X-23 (que ya solo el nombre es para darles a los responsables con la mano abierta, pero una mano de esas de las gigantes de los partidos americanos, y de cemento), una pequeñaja con el esqueleto como el del lobito, pero sin deteriorar, y más mala leche que Hulk sin medicación, que por lo visto se ha escapao de la masacre mutante haciéndose la nini como hija de un diputado de derechas, que son intocables aunque admitan que les gustan los jerseys de llevar al cuello y las falditas de vuelo que hacen como que no se les vuelan pero depende de quién mire pues sí.


   Y ahí que se les despiertan los instintos paternales del de las garras (del otro no, que los instintos los tiene justitos para quejarse, ni siquiera para mantener a raya los esfínteres más allá de un par de horas, y con suerte), y al final la cosa acaba como en Vietnam, pero en cachitos.