El bar:
Lunes. Ocho de la mañana. Gran ciudad. Un
bar. A ver, lo raro es que no pasara nada, coño, ¡a quién se le ocurre hacer
una película con estas premisas…! Bueno, en fin, yo todo profesionalidad, que
para eso me pagan y no por opinar. ¡Pero es que hay que ser gilipollas, coño,
que…!
¡CLOC!
Ejem, ejem… A lo que íbamos, hagan ustedes
como que no han visto nada antes de estas líneas… Estamos a una hora temprana
un lunes cualquiera en un bar de Madrid. La máquina de café de Marcelino
Sieteviejas echa humo (literal y figuradamente) mientras los pocos clientes con
la capacidad motora más avanzada que un protozoo se afanan por parecer seres
humanos y no replicantes venidos a menos. Y para eso nada como el café de
Marcelino, que lo de su apellido no es tal, que en realidad se apellida
Rodríguez López, sino que se le conoce así porque hay ciertas edades a las que
tomar ciertas sustancias de buena mañana viene a ser como intentar operar a
corazón abierto después de la despedida de soltero de tu mejor amigo, un
peligro.
Salustiana es una señora ya con bisnietos,
que no se ha podido jubilar porque a alguien, casualmente, seguro que con la
mejor intención del mundo, se le pasó inscribir su nombre en el registro de la
Seguridad Social, y ahora resulta que a sus setenta y nueve años, lleva
cotizados menos días para cobrar la jubilación que polvos echaría Paquirrín en
un país con sentido del gusto. Así que allí que está la buena mujer, sin darse
cuenta del día ni de la hora en que vive, rumiando sus penas y cagándose en un
buen puñado de ancestros de diversa gente, con una buena taza de café cargado, cuando
se siente indispuesta. Pensando que es mejor que le dé un poco el aire, porque
se va a pasar diez o doce horas en un sótano sin ventanas con menos aire que
los pulmones de David el Gnomo, paga su consumición y sale por la puerta del
bar, momento en el que cae al suelo víctima de un jamacuco carnavalesco, que
parece que la señora se cae siguiendo el son del chirrido de la puerta mientras
se cierra, como si bailara por soleares. Pero es que además resulta que le han
pegado un tiro.
La película se convierte entonces en una
serie de escenas dramáticas de poesía abstracta, con la puerta del bar intentando
cerrarse y golpeando sistemáticamente el tobillo de Salustiana como si fuese un
poyete de finca de pueblo, los demás parroquianos llevándose las manos a la
cabeza (bueno, todos menos uno, que se dedica a señalar a Marcelino y gritar a
los cuatro vientos: ¡Ochoviejas! ¡Marcelino Ochoviejas!); un charquito rojo que
se va extendiendo por las aceras, pero que en una crítica descarnada al gobierno
de la ciudad no se distingue entre la suciedad que cubre las baldosas (o a lo
mejor es que son de color mierda, ¡yo qué sé!), y el pobre Marcelino, al que le
cae una lagrimilla pero no por la situación, sino porque realmente le conmovió
el anuncio de la lotería de hace dos navidades.
Y bueno, sí, que resulta que a la vieja le
pegaron un tiro porque la UE nos ha invadido el país porque con tanto corrupto
dentro al final no íbamos a pagar lo que nos habían prestado para los
pobrecitos banqueros hasta aproximadamente el año 3415, por lo que les salía
más barato exterminarnos a todos y repartirse las propiedades. Vamos, que los
de dentro del bar sobrevivieron a la vieja unos ocho segundos de reloj, de modo
que la película dura hora y media porque se grabó a cámara lenta, que si no…
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