miércoles, 28 de febrero de 2018

Críticas en screener: ESPECIAL OSCARS 2018



ESPECIAL OSCARS 2018:

Call Me By Your Name:
   Está de moda esto de que si fui a EGB, y esas mierdas; que a mí me molían a collejas, con lo que me cago en toda su estampa cuando viene el de turno a cantarme alabanzas; y conjuntamente con ello vienen las loas a las series más mierder de la época: que si Chanquete toca la flauta, que si Michael Knight en el concesionario de la Talbot, o que si los licenciados de la época se iban de vacaciones en crucero por los mares… ¡Los licenciados, de crucero! ¡Y CON UNA SOLA CARRERA!
   Bueno, pues por lo que parece el director de la película ésta es uno de esos malditos adoradores del Satán de lo vintage, y viene aquí a contarnos la historia de Timoteo Camaleón Forradinni, un nini rico de herencia de libro, de los de ir a estudiar con la chaqueta al hombro y los porteadores llevando los cuadernos Rubio para que se los rellenase el becario al que pagaba (que no decimos nombres, que así nos ahorramos demandas innecesarias, que por estas crónicas no me pagan ni nada…). El pequeño vividor aprueba misteriosamente todas las asignaturas a pesar de que lo más cerca que ha estado durante todo el curso de un libro fue en una fiesta en un latifundio, y alguien encontró sumamente divertido esconder los condones dentro de la Espasa-Calpe de su padre. Para premiar al pequeño Forradinni, sus padres le conceden pasar el verano junto a ellos en el chalecito de la playa, que básicamente es, kilómetro arriba, kilómetro abajo, la mitad de una pequeña isla paradisiaca en el noroeste de Italia, herencia de algún familiar con un montón de amigos que siempre están saltando de avión en avión por lugares que comienzan su nombre por islas de
   Allí, el chaval se entretiene yéndose de caza y verbena sin ton ni son, que ya se sabe que en verano, lo mismo da de día que de noche. Y de vez en cuando toca la bandurria, por si se tercia que aparece una zagala perdida que se pasa el límite entre la playa pública y la privada que les pertenece, porque entonces cualquier cosa que le pase a la perla Forradinni puede alegar que fue en defensa propia. Vamos, que el chaval es un prenda de los de colgar fuera del armario para que no le pegue los olores a los otros abrigos.
   Pero, ¡ay, maldición!, resulta que, justo cuando parecía que las cosas se podían tornar quijotescas porque llega una excursión de modelos bielorrusas al hotel más cercano a la casita de nuestro nini particular, aparece Dong Ping Pong, a la sazón nuevo secretario personal de su padre en los negocios en los que necesita agacharse para saludar y no le apetece, y el pequeño de los Forradinni se vuelve un poco loco porque cree que el nuevo va a quitarle el favor de su padre. O el dinero, vaya. De modo que al grito de ¡váyase usted donde sea que vivan los pobres, so-co-chino! (que, como juego de palabras para disimular el insulto racista tiene el mismo nivel que María Isabel recitando a Lorca, pero es que al chaval le hacen los deberes ocho sirvientes nepalíes con la mitad de los dedos arrancados por congelación, a ver qué os ibais a esperar…), Timoteo, decía, azuza a sus paseadores de perros para que apaleen a ese que piensa que ha venido a quitarle la herencia y sus privilegios. Que hasta se pega un tiro de un disgusto en el pie de otro.
   Una vez que su padre le saca de su error, y todo vuelve a la normalidad en la vida diaria del zagal, se da cuenta que para él las modelos bielorrusas ya no significan nada, con sus cuerpos torneados y esculturales, brillantes de bronceador de aceite de oliva, con la piel candente apenas tapada por esos minúsculos bikinis que…
   ¡Perdón! Como decía, e-hem, que las bielorrusas han perdido la capacidad de llamar su atención, y constata que desde ese momento de malentendidos de película barata de Jaimito, sólo tiene ojitos golosos para Dong Ping Pong, el cual sorprendentemente parece corresponderle. Los dos acaban viviendo ese verano un tórrido romance que amenaza con llevar a la ruina unas quinientas veintisiete generaciones de Forradinnis por el escándalo y los infartos dentro de una familia de lo más católica, apostólica y cristiano-romana de todo el mundo mundial.



   Como película es un coñazo, para qué os voy a engañar, pero los treinta y nueve segundos en los que aparecen las imágenes de las modelos bielorrusas y la banda sonora de Mecano y Los Manolos le otorgan serias opciones de hacerse con un par de estatuillas.
   Es que el encargado de sonido es cleptómano, ¡malo ha de ser que alguno no caiga, con lo borracho que está todo el mundo en las fiestas de después de la entrega de premios! 


El instante más oscuro:
   Este espeluznante documento, basado en una historia real, narra las peripecias en el extranjero de fuera de Evaristo Chuchifer, un fumador compulsivo de Ducados negro que trabaja como proctólogo de burros en Valdemorilla del cacahuete, provincia de Jaén. Por esos azares de la vida (por azares ha de ser, porque en la época aún no existían las redes sociales más allá de las señoras en la peluquería, gritando cotilleos con la redecilla de la permanente puesta y la cabeza dentro de esos gigantescos secadores, que hacían el mismo ruido que un batallón de infantería) el nombre de Evaristo llega al Reino Unido, porque un primo por parte de padre tiene un primo por parte de madre que está casado con la prima de un primo de una prima de Güiston Chunchill, un hijo ilegítimo de Winston Churchill que está en negocios con Ludwig Rehitler, un hijo ilegítimo de Adolf Hitler, para la compra de unos caballos de pura raza de un pueblo a la vera de Münich. Y claro, con lo de que si la Segunda Guerra Mundial, que si Hitler le ha dicho a Churchill que si son amigüitos y el otro ha dicho que no y se pelean, que si tal… Está la cosa como para hacer negocios entre bastardos.



   Y allá que se va Evaristo, con su maleta llena con la provisión de Ducados para dos meses, un chorizo y una gallina ponedora (como el Paco Martínez Soria de la época, que de ahí sacó él la idea para lo de su película, ya veis, está todo inventao) haciendo jaca-stop hasta el Reino Unido. Por el camino, los rumores insisten en que Churchill va a aceptar el trato de Hitler, porque se le ha puesto cariñosón, y en esos años aún no se conocen ni Tinder ni lo del Brexit y claro, como para quedarse solo está la cosa, con lo sucio y roto que lo deja todo la guerra. Pero, una vez que nuestro protagonista se encuentra con Güinston y acuden al encuentro con Rehitler y sus caballos, la cosa se pone fea.
   Evaristo, en su especialidad, constata que lo que quiere vender el alemán haciendo pasar por sementales alemanes en realidad son burras murcianas, y lo sabe porque, para que lo sepáis, mirarles los surcos del ojete a los animales es una ciencia milenaria de la que casi no se habla, es casi como los anillos circulares de los troncos de los árboles, pero a lo vivo, que nunca sabes cuándo se te viene encima la sorpresa.
   Como habréis podido imaginar, de este momento de máxima tensión, el auténtico clímax de la película, es de donde la misma toma su nombre. El instante más oscuro es ese en el que Evaristo levanta la cola a los animalejos, tembloroso hasta la tiritera por no saber si en cada uno de los casos va a haber o no un regalito. Que ya puedes llevar años en el negocio, que fijo que alguna te encuentras… Vamos, que queda claro que el punto más oscuro de todos los planos es el que enfoca fijamente el ojal de una burra murciana, ¿no? Y si no está claro del todo pues entonces creedme y cerrad los ojos, muy fuerte en esa escena, porque si no la imagen os perseguirá en vuestras pesadillas hasta la muerte, avisados quedáis. El director es un poco hideputa, me da por pensar…
   Y bueno, cuando el truco de las burras sale a la luz (¡ay, Dios! Es que me salen solos los chistes facilones con los ojetes de estos bichos) y Evaristo se lo cuenta a Güinston, se lia tan parda, que a puntito están de hacerse la guerra ellos solitos aunque eran casi amigos, por eso de lo de ser los dos bastardos y tal. Pero al final nuestro protagonista consigue que los ilegítimos se vayan cada uno por su lado, el alemán con los rabos entre las piernas (y las colas entre las patas, en el caso de sus burras) y el inglés clamando infiernos contra los malditos charlatanes tramposos, embaucadores y trapaceros de los nazis.
   De este modo, al llegar de vuelta a su casa, Güinston le cuenta a escondidas a su padre lo que pasó, y del cabreo que se agarra Churchill hace añicos la propuesta de Hitler de paz y sexo salvaje, y todos sabemos cómo acabó la cosa. Pues que sepáis que aunque los libros de Historia no lo cuenten, todo lo que pasó fue cosa de Evaristo, y si hoy en día no somos todos nazis fue por su intervención con las burras murcianas. A ver cómo se os queda el cuerpecito ahora al salir del cine, listillos. ¡El culo torcido, nunca mejor dicho, os he dejao!
   Si esto no es de, por lo menos, dos o tres Oscars, yo dejo esto de las críticas por lo menos, por lo menos, hasta el lunes que viene. 


Déjame salir:
   N’dongo Keluya Mubutu es un chico negro que trabaja de fotógrafo. Ya para empezar, ¡toma, sorpresa, un chico negro llamándose N’dongo, quien lo iba a sospechar!
   María de la Rose de la Fuente del Campo es la típica chica blanca que vive en una ciudad americana como cualquier universitaria blanca de clase media alta (más alta que media) del montón (de lo alto del montón, más concretamente). Ha conocido a N’dongo en una sesión de fotos, y pese a la sorpresa inicial (¡coño, si eres negro!), pues oye, que el chaval le gusta y se hacen amigos primero, y se rozan después. Todo muy neoyorquino.
   Una vez que ha pasado casi medio año, la chiquilla se da cuenta que lo del refocile está muy bien, pero que ella es muy pudorosa y pía, y resulta que no ha presentado a sus padres al chaval que la lleva a las más altas cotas del placer (es que el estudio de N’dongo está en un ático) y la concupiscencia (como podrían atestiguar los vecinos. Y los vecinos de los vecinos, y los de la panadería del bajo, y los del taller de motos de la manzana de enfrente, y los de… Bueno, una idea os iréis haciendo, digo yo). Así que una buena tarde le propone a su chico, entre jadeo y jadeo, hablar con sus padres para ir un fin de semana a conocerlos y que haya una especie de presentación oficial, para no sentirse tan impúdica después del tercer zarpazo diario, que la chica es que no cabe ya más en sí del disgusto (digo yo que será del disgusto, porque es que luego se pasa las siguientes veinticuatro horas andando casi de rodillas y sin sentarse, debe ser por hacer penitencia, pobre chica).



   N’dongo no está muy convencido, pero por ella accede, porque la tiene en palmitas, que la quiere mucho (muchas veces). Y así, como quien no quiere la cosa, la pareja de tortolitos se va a pasar un fin de semana de presentación romántica a la finca de los papuchis de María de la Rose. Todo va como la seda al principio, salvo por un ligero incidente al llegar, que debió ser motivado porque a Danonino Millónez, el padre de la muchacha, se le disparó la escopeta de caza que estaba limpiando (siete veces) y estuvo a puntito de malograr el encuentro; que N’dongo sintió el viento hacer cabriolas alrededor de los rizos de la cabeza, y hasta hubo sonido de eco y todo de lo cerca que pasaron los proyectiles.
   Una vez superado este pequeño incidente inicial, María de la Rose hace las oportunas presentaciones. Todo son sonrisas por parte de Danonino y su mujer, Miss Play Octubre 1997, pero hay algo que a N’dongo no le acaba de cuadrar. Resulta que todos los sirvientes de la finca son más negros que un tizón, y por algún motivo extraño no hablan nunca, ni aunque les pises el pie con la pata de la silla como quien no quiere la cosa. Además, quizá porque N’dongo también sea un poco oscuro de piel, cuando los dueños no miran, esos mismos empleados del hogar le hacen algún tipo de seña al fotógrafo, que éste no sabe interpretar, debe ser porque él tan sólo es africano por parte de abuelos, y ya en esta generación ha perdido la capacidad de comunicarse como lo hacían sus antepasados, por signos. Los sirvientes se señalan la boca y debe ser que esconden la lengua muy para adentro, porque no se les ve. Y a veces señalan la puerta y hacen como que corren, y luego se agarran uno a otro por el pescuezo y se hacen los muertos, o algo así. Vamos, que a saber en su idioma lo que significa eso, se dice N’dongo, que está más pendiente de que no se le vayan las manos al pan blanco delante de Danonino y señora.
   Pero al final resulta que, aunque María de la Rose no se entera de nada, sus papás son un tanto sádicos, apostólicos y del Ku Klux Klan, y aprovechan que la niña se va de compras al Yves Rocher del pueblo porque se le están agotando las reservas de perlitas de aceite, para lograr que a N’dongo le quede más o menos claro lo que intentaban decirle los sirvientes de la finca. Miss Play Octubre 1997 (y parecía tonta… Bueno, lo es, pero hace lo que le dice su marido y ha aprendido por repetición) le enseña de cerca al novio su sala de estar torturando, muy bonita toda ella pintada de rojo, lo que es un detalle si tenemos en cuenta que allí se han desangrado más inmigrantes esclavos africanos que gorrinos en una matanza de pueblo, y así no hay que limpiar la sangre.
   Cuando la inocente María de la Rose vuelve del Yves Rocher y se da cuenta que su novio va a tener complicado lo de bajar al pilón sin lengua, monta en cólera y se deshereda de sus padres de todo menos del dinero, y se lleva de allí a N’dongo, antes de que se lo dejen planito como a un Ken Tostado cualquiera, y acabe haciéndole solo fotos.
   Una película de las de sustos gordos, de las que no gustan nada de nada a los de Hollywood, pero aun así la han nominado, porque salen negros, y en los últimos años están más concienciados con eso que las campañas de tapones para los niños malitos. Pero vamos, que de llevarse Óscar, como que no. Si acaso alguno de los pequeños, edición de pelucas o vestuario de interiores, o algo así, para cumplir el protocolo…


Dunkerque:
   En plena Segunda Guerra Mundial, poco tiempo después de que Churchill se ponga chulo con los nazis y ya se estén dando todos de collejas hasta en el cielo de las plantas de los pies, la cosa está de morir mucho y sin conocimiento por toda Europa, así, sin ton ni son y dando igual que seas portugués que zamorano. Unos veintisiete mil millones de irreductibles británicos, groso modo (que la Historia no es demasiado fiel al respecto y ya sabemos que Internet es muy dada a exagerar las cifras), malviven rodeados en la ciudad de Dunkerque, en Francia, por lo demás una localidad preciosa, con una playa que ríete tú de las de Málaga en junio. No van a quedarse todos aislados en Sebastopol, ¡no te jode, a ver por qué cojones se va a llamar la película Dunkerque, si no! Bueno, también podría ser porque el sitio quiera hacerse publicidad, y le untase bien la pana al productor o algo de eso, pero no nos vamos a poner ahora tiquismiquis, que en este caso el título es por eso, y porque lo digo yo y punto.
   Pues eso, que estaban ahí, los británicos, a miles de millones, en un espacio como el de la aldea de Astérix, un poco apretadillos y pasándolo mal por los olores que, quieras que no, la situación producía. Sobre todo el de unas cuantas burras murcianas, que un buen chaval que había pasado por allí había dejado en pago de alimento y salvoconducto para llegar hasta su Alemania natal, pues para viajar cual mochilero en esos días con la que estaba cayendo se necesitaba chaleco y paraguas. Y las burras son muy de tirarse cuescos como las vacas, sin mirar atrás, y eso va enrareciendo el medio ambiente que da gusto.



   Pero, entrando en el quid de la película como quien cruza por detrás sin darse cuenta, aparece un españolito muy avispado, que estaba aprovechando el viaje de vuelta desde el Reino Unido, una vez que la experiencia laboral que le había llevado al extranjero había finalizado, hasta su pueblo en Jaén, para hacer turismo por Francia, también de mochilero (sí, en plena Segunda Guerra Mundial, así de avispado era). Ya había tenido que salir huyendo de diecisiete pueblos pequeños y un par grandes por su irreprimible manía de ver un equino y levantarle la cola para mirarle el ojete, pero se lo estaba pasando como un cochino en un programa del corazón, hasta que se encuentra con la pesca en Dunkerque y, como tiene más relación con los ingleses que con los alemanes, y además escucha los inconfundibles lamentos de lo que identifica como unas pobres burras murcianas que lo están pasando mal allí dentro, decide convocar a los zapadores de su pelotón de cuando hizo la mili en Albacete, para ayudar a escapar de esa situación a los pobres miles de millones de almas enlatadas en esa ciudad y esos pobres animalitos, tan incapaces de hacer frente a los cuatro o cinco destacamentos que les mantienen cerradas las puertas de salida a mala leche, poniendo una tablilla cruzada entre los tiradores, los muy malandrines. Esto lo pilla Pocholo en sus años mozos y no queda en Dunkerque ni la empalizada.
   La idea es hacer un túnel y quedar como unos héroes rescatadores, que lo mismo la Queen inglesa o hasta Franco por equivocación les conceden una medalla o algo, y ya se está viendo nuestro fortuito protagonista mirando los ojetes de los ponis por gusto y no por trabajo. Pero la película se termina haciendo demasiado larga, porque se centra demasiado en los problemas logísticos que surgieron en aquella operación militar de liberación en Dunkerque...
   El primer túnel se les desvía a los zapadores por no mirar los planos con la suficiente atención, así con la chulería de los españoles de eso no lo tengo yo ni que mirar, bajo aquí la pala y aparezco en el centro de la fuente de la Plaza Mayor; y terminaron yendo a parar al mar en lugar de al pueblo, con lo que el saldo del intento fue de ocho ahogados y un par de resfriados de los de semana en cama con Frenadol Forte y que no se acerquen ni las chinches por si contagiaban al resto. De comer con un palito, les daban, de lejos.
   Lo del segundo túnel es mala suerte. Joder, que estés en la Segunda Guerra Mundial, en medio de un pueblo francés, con tanto militar alemán por arriba alrededor con todas sus armas modernas, y que el zapador vaya a dar con la pala en la única bomba enterrada de la Primera Guerra Mundial que quedaba activa y sin oxidarse en todo el territorio…
   Es cierto que, al menos, el tercer túnel sí que los zapadores lo llevan hasta la propia Dunkerque. Lo malo es que no se han dado cuenta de que, según cavan, van tirando la tierra para atrás porque según su protocolo de actuación, el resto de compañeros van detrás llenando sacos para sacar la tierra. Pero es que de los treinta y seis hombres del pelotón de zapadores han perdido a diecisiete, con los que se llevó por delante la bomba, de modo que no les quedan suficientes efectivos como para sacar la tierra fuera a tiempo, y se quedan atascados sin poder salir, por lo que al entrar en la ciudad por el subsuelo son recibidos como héroes, pero al darse cuenta que el túnel abierto está ciego por la  otra parte, y que no sólo no les van a rescatar sino que además ahora dentro del recinto de la ciudad hay otras diecinueve bocas y cuerpos encerrados, la cosa se convierte en la escena de persecución de Benny Hill.
   Al final, la ciudad es liberada por una avalancha de burros silvestres franceses que, como locos al olor de los cuescos de las burras que están en celo, se lanzan como posesos a cabezazos contra las murallas, dejando a los alemanes como confeti en el camino, pisoteados. Ni un Hoscar de los chinos, se lleva ésta, me apostaría la honra si la tuviera…


Lady Bird:
   Una película chunga, como les gusta a todos esos que se llaman a sí mismos académicos. Ya para empezar, con la de ciudades interesantes que hay en los dominios de Trump, van y hacen la película en los suburbios de Sacramento, que ya son ganas de que no le dé ídem a nadie de ir a verla. La cosa va de una chavala, Jenny Jane, con una madre enfermera, pero de las que no te dan por pensar que estas en una película porno, sino en una de terror, que trabaja más que los sastres de las mochilas de Pocholo y Dora la Exploradora juntos; y con la mala suerte de que su padre se queda en paro, lo que plantea un juego múltiple. Por un lado la madre se pone a doblar turnos como si fuese danesa, que se le olvida hasta la dirección donde vive del tiempo que hace que no va por casa. A la vez, esto le produce una honda insatisfacción para con su marido, por sentir que le ha echado a las espaldas todo el peso de mantener a la familia, y eso que ni la ve. Además, el padre vive con el sentimiento de un trabajador de mediana edad que ha de ponerse a buscar empleo cual si de becario se tratase. Y eso que es en América, que parece que allí a cada niño pequeño le brota por esporas una habilidad que poder explotar en casos como este, que si le pasa lo mismo en España, más le valdría donar su cuerpo a la ciencia y terminar el sufrimiento a las primeras de cambio, y ahorrarse los malos tragos.
   Y claro, siendo este el ambiente, a Jenny Jane todo se le hace cuesta arriba. Porque está en el último año de lo que los americanos llaman el instituto, y no tiene dinero ni para la flor del baile de fin de curso, como para pensar en pagarse una buena universidad… Para colmo, hay que añadir que la nena es un poco sueltecita, que de ahí el mote que le han puesto de Lady Bird, porque la niña es una pájara, que se pasa el día templando ánimos de todos los deportistas hormonados de su clase, y de los que no: que si pito, pito, colorito, que si una, dola, tele, catola, eligiendo compañeros para llevárselos debajo de las gradas cuando no hay partido de baloncesto del equipo del lugar, que siempre están más vacías.



   Y ya está, de esta mierda los de Hollywood han sacado nominaciones para varias categorías; que, con lo tontos que están este año con los escándalos sexuales, lo mismo a esta película, que salvo los escarceos de la chiquilla, tan comunes en los argumentos de los telefilmes americanos, es más sosa que mirar cómo se seca la ropa tendida en el patio de la vecina, lo mismo le caen las estatuillas hasta que se acaben las que se llaman Óscar y tengan que empezar a darles Jacintos, o algo. ¡La vida al límite, chavalada!


El hilo invisible:
   Esta es la historia de un modisto de mediados del siglo XX, Reinaldo Pollamadera, que cose como si le fuesen a dar una medalla a cada dedo, y no se da cuenta que le van pasando los cuerpazos de las y los modelos de la época entre las manos como Adán y Eva paseando por el Paraíso a diario. Aunque lo mismo trabaja como un gondolero veneciano en carnavales porque si levanta la cabeza se pincha, y acaba esto como la Bella Durmiente o como una de David Lynch, lo que sea peor. De ahí el título, el hilo ni se ve de lo rápido que curra el pollastre.
   Pero en fin, como el presupuesto es más bajo que Torrebruno sin botas, pero lo de la concreción no va con la meca del cine, ahí que van casi dos horas de darle a la aguja, que ni cuenta para una máquina de coser tuvieron, hasta que Reinaldo necesita respirar alzando la cabeza, porque de estar con la cabeza ombliguera mirando abajo se vuelve a aspirar los gases exhalados en la anterior inspiración y está a medio botón cosido de asfixiarse a sí mismo, lo que a lo mejor les daba para una película mejor...
   Entonces, coincide que pasa por allí la ayudanta más fea de todo el elenco de la película (ayudantes de cámara y vigilantes de seguridad incluidos), que se coló sin darse cuenta en una toma y no había para grabarla de nuevo. Reinaldo, por un lado todo improvisación y por el otro porque es la primera mujer que ve desde que empezó el siglo, se enamora de ella como si no se acabara de terminar una Guerra Mundial y hubiese quedado el cien por cien de la población sucia como para protagonizar el antes de un anuncio de lejía. Suspira de gusto cuando está en su presencia como el dedo corazón de una universitaria que se echa novio.



   En los últimos cinco minutos, eso sí, como buena película americana sin control presupuestario (también en este caso porque presupuesto, lo que es presupuesto, no es que haya) pero con pretensiones moralistas, hay que hacer alarde de las cuatro perrillas que les faltaban por gastar, y se hacen un publirreportaje de la boda del modisto con la difícil de ver. Pero se hace aprovechando la exclusiva del Hola! de la boda de Paquirrín, que tampoco sobraba tanto dinero, de todas formas.
   Si tuviese que opinar, yo diría que, en el caso de que alguno de los protagonistas (o secundarios, o maquetadores… ¡Cualquiera, vamos!) del bodrio este tuviese por equivocación algún Óscar de antes, habría que quitárselo, ¡no digo más!


Los archivos del Pentágono:
   Los americanos son con la Guerra de Vietnam como los españoles con la Guerra Civil, pero a lo bestia, todo muertes heroicas y veteranos amputados de miembros a los que se abandona a su suerte en medio de los callejones de los pueblos, como a tertulianas y tronistas que posaban en Interviú ahora que la revista echó el cierre. Y resulta que, entre los mandatos de Lyndon B. Johnson y Richard Nixon, hay que hacer obras en el Pentágono, y está todo ahí manga por hombro, que le están arreglando el gotelé hasta al sub-sótano. Lo del traslado de materiales sensibles se lo deben haber encargado al Ryanair de las mudanzas, porque los archivadores de documentos clasificados ruedan por los jardines como borrachos haciendo la croqueta, y cualquiera puede hacerse con una buena carpeta de esas que si las tocas aparecen los Seals a los siete minutos y te matan hasta al canario de casa, para recuperarla. Y luego que venga el FBI a investigar, que como las agencias americanas se llevan tan bien entre ellas y se ponen tan pocas zancadillas, van a tener que organizar con la familia del muerto (si le han dejado algún pariente vivo) una carrera de 1000 juicios obstáculos para que la cosa prescriba y a otra cosa, democracia…
   Uno de esos archivadores, por mor de una casualidad de esas de quíteme usted allá esas pajas de que me avisa mi primo, que por lo que sea el primo en cuestión era uno de los obreros de Ryanair mudanzas, se va rodando a vivir su vida en solitario. El archivador pone algo así como ESTO NO ES UN ARCHIVADOR CON DATOS DE MENTIRA SOBRE VIETNAM pero en americano cañí; y acaba justo, justo, donde pasaba con su ranchera pick-up (con la parte de atrás limpia de polvo y paja) el director de uno de los diarios punteros del país, Don Benefacto Brandolino, que recoge el objeto como buen samaritano, no sea que caiga en malas manos. Una vez en la sede del diario, por lo que  sea, el archivador se abre solo cuando la editora Goldenia Grahamington entra en su despacho para otro tema que no viene al caso de la película, y claro, una vez abierto el mueble, ambos periodistas han de revisar todo el material para asegurarse de que no se ha perdido algún documento secreto por una ráfaga inapropiada de aire, que en un edificio con las ventanas selladas con Loctite para evitar el suicidio de los becarios al ver su sueldo a fin de mes ya sería difícil, pero cosas más raras se han visto, ¿no?



   Y vamos, luego ya la cosa deriva en escándalos políticos, y esas mierdas, pero lo que importa es la calidad de los minutos de los periodistas leyendo dosieres como perras no tienen precio. ¡Un dos le doy, y le sobra!


Tres anuncios a las afueras:
   A Encarna del Socorro de Veiga y Pazo Tuerto, una señora de mediana edad de un pueblecito de Orense, la cosa no le ha ido muy bien en la vida últimamente. Su marido se ha escapado con la secretaria en el Transiberiano, ¡lo más lejos posible de ti y tu puñetera madre!, le dijo (en una nota pegada en la nevera) una buena mañana de febrero. Su gata entró en celo y se escapó por la ventana del baño hace ya un par de días (con lo que tiene pinta de haber tenido más relaciones que Encarna en los últimos veinte años, a esas alturas), y para colmo la han despedido en el último ERE de su empresa, con la previsión de no tener ni finiquito ni una bolsa del Carrefour para cubrirse las vergüenzas.
   Ella ha denunciado ante la policía todos los hechos menos el de la gata, pero no porque no quiera que la encuentren (un poco también, que la jodía tiene que tener los bajos ya como un polo de fresa), sino porque tanta denuncia junta lo mismo le cobran IVA, que como se entere Montoro de que ese mercado está sin explorar…
   Lo malo es que sus denuncias vuelan al viento y pasa una semana, luego un mes, luego el verano, y cuando vuelve la estación de las lluvias, resulta que no ha vuelto ni la gata, la muy cabrona, con la de Whiskas que ella le daba para comer sin pedirle alquiler. Y la policía no parece estar muy por la labor de hacer nada por solucionar sus denuncias, bien por falta de pistas, bien por falta de recursos, que coincide la cosa con un libro sobre el narcotráfico en Galicia, y claro, todos los efectivos están en cuerpo y alma a irse librería por librería quemando todos los ejemplares malditos de esa novela, como el mayo de los nazis…
   Así que Encarna del Socorro decide liarla parda a ver si sale en uno de esos programas como Comando Actualidad, o la ve Lobatón y al menos le busca al marido, para cortarle las pelotas y sablearle una pensión que le dé para vivir con las piernas en alto ya pa siempre. Se gasta todos sus ahorros en tres cartelones más grandes que los Toros de Osborne y los pone en la carretera, uno con el careto del marido y una frase que dice algo parecido a Se busca cornudo, porque la policía ya no busca ná; otro con la foto del director de su antigua empresa, el de los ERE, que está en las Islas Caimán viviendo como un rey africano, y la leyenda La policía no huele a los malos ni a su tía; y otro para su gata, con una foto de sus pantuflas y la leyenda Mira lo que te estás perdiendo, Golondrina, a ver si le da morriña al bicho y vuelve. La película termina cuando Encarna entra en la cárcel por ofensas a la ley y una denuncia de su gata.




La forma del agua:
   Han pasado unos añitos del escándalo americano con las mentiras sobre la Guerra de Vietnam, y como otra cosa no, pero los usenses son más cabezones que Cobi con meningitis, se han metido de golpe en dos mierdas más gordas para tapar la anterior, a saber: Por un lado, la llamada Mierda Uno, que es La Guerra Fría, que se llama así porque es contra los rusos y porque a la madre del encargado de ponerle los nombres a las guerras le dio un resfriado fuerte, porque vive en un pueblecito de Maine del Norte en una casa sin brasero ni nada. Y por otro lado, la llamada Mierda Dos, que a la sazón es la que se dio en llamar la Carrera Espacial (vamos, que lo del espacio era la excusa, lo que se buscaba era inventar armamento de ese que reviente hasta a ET, pero ya después de que hubiera vuelto a su planeta y todo, desde lejos).
   Ataulfa Paraelisa Smith, una limpiadora hija de un melómano analfabeto, se encarga de quitar las pelusas a los pasillos de un laboratorio ultrasecreto, junto a su amiga Zelda de los Nintendos Spencer Spencer. Lo de que el laboratorio es más secreto que la edad de Jordi Hurtado lo sabemos porque son americanos y por los mensajes superpuestos en la pantalla, porque con la cantidad de gente que trabaja ahí, con que hubiese habido un andaluz habría salido el laboratorio hasta en la portada del Diez Minutos.
   La vida de Ataulfa es de lo más simple. De casa al laboratorio ultrasecreto, del laboratorio ultrasecreto al bingo, del bingo al bar de borrachos de la calle de al lado del bingo, y de ahí a urgencias, a lavarse el estómago y a casa a descansar para el día siguiente. Todo muy normal en lo que viene siendo la América estándar.
   Pero hete aquí que un buen día, en el que por lo visto el lavado de estómago no centrifuga bien, Ataulfa siente que se va por la patilla antes de llegar a su zona de confort en el trabajo, y en su busca desesperada de un baño alternativo entra en una parte requetesuperultrasecreta del laboratorio ultrasecreto. Aparte de darle el tiempo justo antes de irse a dolor vivo en medio de una nave inmensa a darse cuenta de lo sucio que está todo, que allí el servicio de limpieza necesitaría un plus de horas extra; aparte, decimos, ve algo extraño. En un tanque de agua gigante, marcado con la etiqueta de Guiñitos 37x, hay un chorbo con más músculos que el plano del libro de ciencias del colegio, de esos de ponerte del revés, con las piernas mirando a la vez a Murcia y a Groenlandia; que sí, que tiene una pinta de experimento mutante que tira de espaldas, más que nada por lo de ser todo azul, por las branquias, las aletas y que el maromo no sale a respirar en mucho rato y está de continuo diciendo la letra O con la boca, ¡pero una planta tiene, el jodío…!
   Pero, a semejante altura, todo lo que ha experimentado a Ataulfa le da lo mismo. Ella ya ha visto lo que ni le interesaba ni debía, de modo que siente la imperiosa necesidad de salir echando lechugas de allí, no sea que la pillen. No, no por haber visto los experimentos prohibidos, que eso ya se lo venía imaginando, sino por lo de la mancha que se la ha extendido a lo largo de las canillas y que en el suelo da una impresión muy mala.
   Pero eso sí, para sí misma se promete regresar al lugar a solucionar semejante entuerto, porque se lo pide su ética y su moral; vamos, que eso no puede quedar así. Durante un par de días se va derechita a su casa desde el trabajo, y hace un par de abdominales (tampoco hay que pasarse), cena unas hojitas de lechuga (por lo de los virus estomacales) y se echa a dormir con un kilo y medio de pastillas, para estar lo más descansada posible. A la tercera noche, cuando tendría que salir del laboratorio, ficha con la tarjeta pero se queda dentro, pero nadie se da cuenta porque por muy secreto que sea el laboratorio no hay presupuesto para tornos y guardias en la puerta, había que elegir… Y así, Ataulfa se mete en el primer baño que ha visto en sus investigaciones previas (pensando que ya podría haber investigado lo de los baños ANTES del fatídico día del, ejem, incidente…) para cambiarse, poniéndose el disfraz negro de ninja de su último ex novio, el fanático de Bruce Lee, y cogiendo todo el material para la aventura que ha preparado. Cuando parece que ya no quedan allí dentro ni los bedeles de noche, Ataulfa recorre como una sombra (la sombra de una más que rellenita adicta a los sándwiches del bingo, concretamente) el camino que en su día hizo (con las piernas más cruzadas y apretadas que ahora, sí) hasta la parte del laboratorio requetesuperultrasecreta, y entra dentro.
   El hombre pescao se queda sorprendido, haciendo más O de lo normal al otro lado del cristal, y Ataulfa le mira con intensidad, de la de no escaparse…

   Y, en un final memorable, se ve a la mañana siguiente el tanque de Guiñitos 37x. Él sigue dentro, sí, ¡pero Ataulfa lo ha dejao todo como la patena! Y aunque sólo sea por el tema de dejar el set de rodaje como los chorros, le cae estatuilla, fijo.


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