La ciudad de las estrellas. La La Land:
Mia Umiau es una choni americana. Vamos, que
en lugar de moño y rayas de tigre usa teñido rubio con sombrero de paja y
vestidos de tirantes sin sujetador, pero que aun así es seguidora online de
Camela desde sus inicios, y se pone las botas de estiércol de plataforma para
montar en el tractor. Y claro, al haber crecido viendo las películas de Mario
Casas y Sálvame edición México (que también presenta Jorge Javier, por si
alguien no lo ha visto), amén de Mujeres y Hombres americanos y Viceversa, su
sueño es el de todas las pobladoras de la campiña profunda estadounidense:
Debutar en la meca del sueño hollywoodiense, chuscarse un secundario cachas con
el pelo aerodinámico, y vivir de las rentas en un apartamento en un barrio
cuqui de Los Ángeles, como si lo hubiera mamado desde pequeñita, en lugar de...
Al llegar, ostión sin santificar de realidad en la jeta entre audiciones,
porque resulta que la comida no se pone sola en el plato como en casa de mamá
granjera, se ve forzada a ganarse la vida como camarera en un pub en el que las
trabajadoras no llevan sostén (que en esto se basaron para contratarla, que ya
tenía ella experiencia), y las faldas son de rayas pero de cebra (que son como
las de tigre, pero iban más con la decoración del local), mientras se presenta
a montones de pruebas de casting como si no costara, teniendo la misma suerte
que Belén Esteban a la puerta de la Biblioteca Nacional pidiendo guerra.
En la ciudad, casualidades de la vida, oye,
también está por otro lado Sebastián, que es un pianista que se parece al
payaso de Micolor pero con el pelo todo pajizo, que vive de las actuaciones de
segunda que le salen para programas de cine de Granja, está hasta los huevos de
que le pidan que toque la del cangrejo de La Sirenita, y su sueño es ganar
dinero para teñirse de negro y regentar su propio club (si puede ser de
alterne, que luego las noches le saldrían gratis, siendo el jefe) donde rendir
tributo al jazz más puro, con otros músicos negros tocando un montón de
instrumentos al azar, como si no costara, que siempre les queda todo bien
tocando al buen tun-tun a esos malditos…
Como no podría ser de otro modo, que si no
vaya mierda de argumento, los destinos de Mia y Sebastián se cruzarán, que no
vamos a contar las vidas de dos personas mezclando planos para que no se crucen
en toda la película, imagínate entonces, toma guionista pagado a tocateja… Y la
pareja descubrirá el amor y los calambres, ella el significado virtual de lo
que es la cobra, aparte de las víboras que conocía que le arruinaban a su padre
la plantación de lechugas; y él el efecto velcro, que al final la chica ya
hemos dicho que viene de donde viene, y las maquinillas de afeitar las
utilizaba para quitarles los pelillos a los pedazos de corteza de cerdo cuando
hacían barbacoa en los terrenos tras el granero de los Sullivan.
Establecerán un vínculo amor-odio que hará
florecer (a ella) y luego poner en entredicho las aspiraciones de ambos, que no
se entiende muy bien por qué, si se quieren dedicar más o menos a lo mismo...
¡Que monten un dúo, como Cruz y Raya o Los Morancos! Al final, de tanto jugar
al ratón, el gato, la cobra y la zorra, terminan creando coreografías de arte
abstracto, y en ese momento el sentido arácnido de los frikis de Hollywood se
activa como los sensores de las cisternas automáticas cuando hacen pis en los
baños de los estudios, y se lanzan todos a una caza indiscriminada de ambos
donceles por las calles de los barrios en los que mejor de la luz de fondo
cuando se pone la cámara en posición estratégica. Los dos se hacen famosos, hay
banderas enormes americanas colgando por doquier, y tras pasarse de moda el
momento musical, como le pasó a todas las películas que se rodaron en blanco y
negro al año siguiente de que le dieran el Oscar a The Artist, todo el mundo se
come un mojón y como ella ya se ha quedado embarazada se ha de volver a casa de
mamá granjera a enseñarle al pollo que las cobras de campo pican que se matan,
las jodías.
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